El papa Francisco, por las cosas que ha dicho desde el día que fue elegido
y, más aún, por su llamativa forma humilde y sencilla de presentarse en público
(ya que desde que era arzobispo de Buenos Aires), ha despertado tales
expectativas de renovación en la Iglesia, que, con razón, se ha visto en él unaevocación de Juan XXIII. El reciente libro de José Manuel Vidal y Jesús Bastante dejan muy
claro este aspecto del nuevo papa. Por no hablar de los interminables
comentarios, en el mismo sentido, que los medios difunden a diario y que, en
cantidades asombrosas, circulan por la red. Es evidente que son muchos los
católicos que ven la renovación de la Iglesia, no sólo como una posibilidad,
sino incluso como una probabilidad cercana.
Nadie va a poner en duda que esta posible (incluso probable) renovación de
la Iglesia es una esperanza excelente, que se debe fomentar en todo cuanto esté
a nuestro alcance. Pero, ¡atención!, que esta
esperanza de renovación está erizada de amenazas y peligros, que no son ninguna
tontería. Ni son, desde luego, problemas imaginarios.
Para empezar, lo más importante de todo es que la renovación de la Iglesia no depende sólo del papa. Por más genial que
sea este hombre, por más evangélicamente que viva y por más original y firme
que sea en la toma de sus decisiones, la Iglesia es tan enorme, tan compleja y,
en no pocos e importantes asuntos, una institución tan complicada, que un solo
hombre no puede (ni podrá) renovar la Iglesia como la Iglesia necesita ser
renovada, en este momento y tal como están las cosas.
No nos hagamos, pues, falsas ilusiones. La renovación de la Iglesia
depende, por supuesto y en medida destacada, de lo que diga y haga el papa.
Como depende también lógicamente de la Curia Vaticana. Pero, si es que hablamos
en serio de renovación de la Iglesia, no olvidemos nunca que la Iglesia somos todos. Y, por tanto, de todos depende la tan
esperada y ansiada renovación.
Al decir esto, no soy tan ingenuo como para estar imaginando que los más de
mil millones de creyentes, que formamos parte de la Iglesia, vamos a cambiar de
la noche a la mañana. Y así “tendremos servida” la deseada renovación. Es
seguro que, si el papa cambia - en su
estilo de vida y en sus enseñanzas - la Iglesia cambia y se renueva. Pero, tan seguro
como eso, es que, si lo que los católicos esperamos del papa es que diga y haga
lo que a cada uno nos conviene o nos interesa, en ese caso el poder renovador
del papa quedará limitado, en no pocos asuntos. Y en cosas muy importantes,
nosotros seremos los primeros en anular los mejores intentos del nuevo papa.
Hablemos claro y concreto. Si, por ejemplo, los teólogos
que hemos sido censurados o incluso apartados de nuestros cargos
de enseñanza en seminarios o centros superiores de estudios eclesiásticos, lo
que esperamos y queremos del nuevo papa es que nos restituya, en la “¡dignidad
perdida!”, mal servicio le haremos a la Iglesia.
En la Iglesia llevamos décadas en las que ha sido difícil la convivencia.
Nos hemos dividido, nos hemos enfrentado, nos hemos hecho daño unos a otros.
Con frecuencia, los que hemos tenido algo de poder (aunque haya sido poco, como
creo que es mi caso), seguramente hemos dicho o hecho cosas que han causado
sufrimiento y han humillado a otras personas.Si ahora yo espero una
renovación de la Iglesia, que consistiría en que el papa me dé a mí la razón y
se la quite a los que no piensan como yo, con semejante esperanza no busco,
desde luego, la renovación de la Iglesia. Lo que buscaría, en ese supuesto,
sería mi propia promoción, mi triunfo sobre los demás. Con lo cual, lo que
haría es el más repugnante servicio que se le puede hacer a la causa de Jesús y
su Evangelio. Y eso es el peor servicio que se le puede hacer a la Iglesia.
Como es lógico, lo que estoy diciendo debería ser aplicado, con libertad,
audacia y transparencia, lo mismo a los grupos progresistas que a los
conservadores. Lo mismo a los que quieren más
“observancia” que a los que luchan para que en la Iglesia haya más
“libertad”. En unos y en otros, creo yo, es el respeto, la tolerancia y la bondad los
comportamientos que harán posible una Iglesia que se vaya capacitando para
bajar, descender, acercarse a los millones de criaturas que no pretenden estar
por encima de nadie, sino sencillamente vivir en paz, con honradez, con
apertura mental ante las ideas o proyectos de los otros y, sobre todo, una
Iglesia cercana a los últimos, identificada con los que menos tienen, acogedora
siempre y con todos, tengan las ideas que tengan y crean en las creencias que
cada cual ha podido asumir en su vida.
Casa día que pasa, veo esto más claro. Todos sabemos que, en los dos
últimos papados, anteriores a Francisco, los grupos más conservadores,
precisamente porque la mayoría de los obispos era con esos grupos con los que
contaban de manera incondicional, tales grupos han gozados de la cercanía de
Roma, de muchos e importantes cargos de la Curia y, por supuesto, del favor de
tantos y tantos obispos. Al tiempo que otros grupos - pienso en las comunidades
y teólogos afines a la Teología de la Liberación - se han sentido olvidados o,
al menos, marginados. Pues bien, si ahora lo que esperamos del nuevo papa es
que, en unos casos se mantengan los privilegios o, en otros, se organicen
revanchas, más o menos disimuladas, lo que haremos es que, en lugar de
colaborar activamente en la renovación de la Iglesia, nos dedicaremos a la
indeseable tarea de poner palos en las ruedas del
carro de esta Iglesia a la que decimos que amamos, pero a la que en
realidad hemos amado mientras ella nos ha mantenido en el candelero.
El fondo del problema está en que la “lógica de la
renovación” de la Iglesia no es la “lógica de la razón”, sino la “lógica del
Evangelio”, que es paradójicamente la “lógica del caos”. El “desorden” que
Jesús provocó con su conducta, con sus conflictos frente al Templo y los
dirigentes religiosos de su tiempo. La conducta evangélica que se tradujo en el
“miedo a la bondad” y el “miedo a la ternura” que el papa Francisco les dijo a
los Jefes de Estado (en la misa de su nombramiento oficial) que tenían que
superar.
Por supuesto, que sólo con bondad no se gobierna ni se arreglan las cosas.
A veces, hay que tomar decisiones dolorosas. Pero que las tome quien las tiene
que tomar. Si cada cual pretende “tomarse
la justicia por su mano” y que el papa le dé la razón a él, a sus ideas y a sus
intereses, entre todos haremos fracasar a este papa y a todos los
“franciscos” que se nos interpongan en el torpe y desorientado camino de
nuestros fanatismos. El camino que muchos hemos llevado, incluso con estúpido
orgullo, hasta este momento.
Artículo Jose María Castillo.
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